Mitos y Verdades de la Alimentación Saludable: Reparando las Goteras del Cuerpo

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  • Los malos hábitos alimenticios han llevado a una serie de enfermedades, algunas gravísimas, que afectan a gran parte de la población mundial. En El milagro metabólico, Carlos Jaramillo, plantea sus puntos de vista sobre las causas, los efectos, los malos entendidos, las “falsas noticias” y los mitos que circulan en torno al tema, así como también la posible solución.

Patricio Tapia

“Si el espíritu diabólico del hambre habita su cuerpo y su mente, es hora de comenzar el exorcismo”, le advierte al lector, medio en broma y ya bien avanzado su libro, Carlos Jaramillo. Él no es un exorcista, ni un mago, ni un chamán, sino un médico colombiano, con estudios sobre fisiología, bioquímica y nutrición, tanto en su país como en Estados Unidos, y en universidades tan prestigiadas como Harvard o Yale, de manera que lo que sostiene no se basa en la brujería.

Su libro El milagro metabólico (2019, Planeta) parte de la base que la incidencia de lo que comemos es fundamental en nuestro bienestar y salud y que algunos de los males del mundo moderno como la fatiga, la ansiedad, la depresión, el insomnio, la obesidad (claro), pero también enfermedades como el cáncer o la diabetes, tienen su raíz en nuestra forma de alimentarnos.

Una demostración de cómo los cambios en la alimentación pueden producir grandes enfermedades es el caso de China, donde debido a la variación en la dieta y el estilo de vida de sus habitantes, en las últimas décadas, la diabetes se ha multiplicado por 12, llegando a afectar al 11,6% de la población adulta (la que 40 años antes afectaba al 1%), es decir, a algo así como 160 millones de personas.

En busca de las causas

El trabajo de Jaramillo se inscribe, en todo caso, en lo que llama “medicina funcional” (es el fundador de un instituto de esta medicina en el mundo hispano). No es propiamente una medicina alternativa, pues tiene base científica y, sobre todo, en su experiencia clínica, aunque señala que con ella se pueden tratar enfermedades que la “medicina tradicional” considera incurables y que algunos médicos la tildan de “pseudociencia”. En realidad, explica, es la rama de la medicina que se pregunta por el origen de las enfermedades y no por sus síntomas; o, como señala metafóricamente más de una vez: si el piso está mojado, la solución no está en secar con traperos, sino en buscar las goteras y repararlas.

Aquello que comemos, dice el autor, afecta al metabolismo humano. Resulta que los hábitos hoy imperantes han generado una verdadera explosión de enfermedades metabólicas. El asunto no son las calorías, ni las grasas, ni el colesterol ni siquiera la gordura. Lo que hay detrás de los problemas de alimentación es una dolencia más grave o más profunda. Es por eso que no sirven la dieta X o Y ni los métodos Tal o Cual. Lo que propone el autor es una sanación en la cual los medicamentos serían precisamente los alimentos.

Pero si el problema es el metabolismo, hay que saber qué es. Y, como explica Jaramillo, no tiene que ver con las ideas comunes: el metabolismo no es la digestión y excreción más o menos veloz de lo que comemos (el metabolismo “rápido” de los flacos frente al “lento” de los gordos). Él lo define, en cambio, como “la capacidad que tienen las células del cuerpo para utilizar adecuadamente el oxígeno y el alimento que entran al organismo con el fin de producir energía”. De ahí la importancia de lo que se come.

Pero en el último medio siglo, señala, los hábitos de alimentación han cambiado de manera radical y con consecuencias negativas igualmente radicales. La obesidad crece cada vez más, lo mismo que la diabetes o prediabetes. Según las cifras que entrega, basado en los reportes de la Organización Mundial de la Salud, actualmente una de cada cinco o incluso dos de cada tres personas (depende del país) pueden tener diabetes o prediabetes, especialmente la diabetes tipo 2, adquirida o “del adulto”, que afecta al 95% de esos enfermos.

AGENTES NOCIVOS EN LA ALIMENTACIÓN.

En el relato que plantea refiere cómo ha habido una sucesión cambiante de aquellos que son identificados como agentes nocivos en la alimentación: primero fueron las grasas, lo que propició su reducción a la vez que favoreció el consumo de carbohidratos. Así lo demuestra la “pirámide de la alimentación” de principios de los años 90, presentada y defendida por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, según la cual la base de la alimentación estaría en los carbohidratos: pastas, papas, arroz, galletas y cereales, incluyendo los de caja; más arriba en la pirámide (y más abajo en el consumo) deberían estar las frutas y vegetales; luego, las carnes y lácteos, los huevos y frutos secos; y por último, los dulces, los aceites y las grasas.

Pero Jaramillo no sólo no está de acuerdo con esta perspectiva, pues recuerda cosas que a veces se desconocen o se olvidan, como que los vegetales son carbohidratos, y que son esos carbohidratos los que hay que favorecer: la base de la alimentación de toda persona deben ser los vegetales; o que las proteínas (como la carne) también pueden convertirse en glucosa (y explica el proceso), y que hay grasas saludables (como la palta o el aceite de almendras). Además, apunta, se han tomado rumbos equivocados y contraproducentes.

Así, como las grasas juegan el rol de las “villanas” en la “película” que usualmente se cuenta, al quitarlas de los productos, éstos pierden mucho de su sabor, lo que la industria ha suplido con… azúcar: grandes cantidades de azúcar en alimentos procesados ya sean dulces o salados. Comenzaría entonces el oscuro reinado del azúcar, en el cual aún vivimos. El autor habla de una “dulce pandemia” y que el azúcar es mucho más adictiva que la cocaína, por lo que ve un panorama futuro sombrío al estarse criando una generación de niños adictos al azúcar que serán adultos enfermos; o que derechamente ya lo son, pues informa que en Estados Unidos anualmente se reportan 300 casos de ataques cerebrovasculares en menores de 10 años.

En su visión, la obesidad no es el resultado de consumir demasiadas calorías. El conteo de ellas y el afán de reducirlas puede incluso generar los desórdenes hormonales y los problemas metabólicos. Es un error pensar que la comida es la sumatoria de las calorías. El cuerpo humano no funciona como una agregación numérica de calorías a las que se pueden restar las calorías “quemadas” con ejercicio. El cuerpo funciona de otra manera, y se va adecuando a las calorías que se le entregan, de manera que se podría engordar no obstante un consumo muy bajo de calorías.

Si el metabolismo está mal, hay indicadores: tener ganas de comer todo el tiempo, o que cueste perder peso a pesar de tratamientos alimentarios y físicos, y, más gravemente, inflamaciones o enfermedades crónicas. La explicación de muchos de los males metabólicos está vinculada al funcionamiento hormonal. La principal hormona es la insulina, la culpable de variados desórdenes, pero hay otras, como la leptina (hormona descubierta recién en 1994) que regula la sensación de saciedad; o el cortisol, que se relaciona con la adaptación a las preocupaciones y el estrés, y cuyos desórdenes influyen en el sueño; u otros compuestos orgánicos como el ácido úrico (que no sólo tiene que ver con la enfermedad de los “reyes”, la gota). Jaramillo se detiene especialmente en la insulina. Menciona la tiroides, pero dice un par de veces que esa glándula merecería un libro entero, porque parece existir una avalancha de enfermedades relacionada con ella.

La insulina y otros problemas

El autor explica que la insulina (que se produce en el páncreas) tiene como función principal regular el comportamiento de la glucosa en nuestro cuerpo. El alimento es digerido y llega al intestino el que absorbe lo que le sirve, para pasar luego al torrente sanguíneo y al hígado. Pero al entrar la glucosa en la sangre se encienden las “alarmas” corporales y el páncreas produce insulina, la que envía la energía a los órganos que lo requieran, almacena una parte en el hígado para usarla después y lo que sobra lo exporta y alberga en forma de grasa también como almacén de energía.

La lógica de muchos, incluso médicos, es que si hay un nivel elevado de azúcar en la sangre y hay una hormona que ayuda a expulsar esa glucosa, lo ideal es producir más de esa hormona: la insulina. De hecho, hay muchos medicamentos que estimulan su producción. Pero el problema es que el exceso de insulina lleva a que las células se llenen de glucosa, superando sus límites de tolerancia y comenzará la resistencia a la insulina y abriendo la puerta a la diabetes. Cuando el hígado no puede alojar más glucosa, producirá grasa. Esta situación, el hígado graso, muy extendida actualmente, no se debe al consumo de grasas, sino al exceso de insulina.

Algo sorpresivamente señala más adelante que la fructosa, el azúcar de las frutas, es negativa y la indica como la “protagonista letal” del libro. ¿Por qué? Porque ella toma malos atajos: su azúcar va directamente al hígado y nada a las células. Y, para peor, cuando es consumida como saludables zumos, jugos liberados de la fibra, va en su totalidad, nada se expulsa unida a la fibra, estimulando así la producción de ácido úrico, e inflamación y eventualmente hipertensión arterial.

Un grave problema que afecta al cuerpo por su forma de alimentación es la inflamación crónica y tales inflamaciones corporales se relacionan con ciertos hongos, alergias y otras enfermedades. El autor explica, en este sentido, que algunos de los aceites vegetales con omega 6 podrían ser una fuerte de inflamaciones del cuerpo, por el desbalance con el omega 3. El omega 3 y 6 son ácidos grasos esenciales (el cuerpo no los produce, por lo que deben consumirse en la dieta), pero el omega 6 tiene variantes no saludables y además debe consumirse en proporción de 1 a 1 con el omega 3.

Todas estas enfermedades y dolencias serían manifestaciones de problemas metabólicos, según el autor. Así, tampoco cree mucho en eso del colesterol “bueno” y “malo”, ni en la demonización del colesterol, porque, no sería por el colesterol que se obstruyen las arterias. Y todas estas enfermedades no siempre son reconocidas en sus orígenes por las asociaciones médicas, que recetan medicamentos para tratar sus síntomas y no sus orígenes: dan traperos para secar el piso mojado y no reparaciones a las goteras, al decir del autor. Así afirma, en un tono levemente conspirativo, que las asociaciones médicas en todo el mundo están patrocinadas por la industria alimentaria o la farmacéutica.

Mitos y “noticias falsas”

Señala Jaramillo que ha escrito su libro, entre otras cosas, para combatir la desinformación y porque las “noticias falsas” también se dan en el ámbito alimenticio; por ejemplo, la “dieta carnívora”. Él, en general, desestima las dietas basadas en proteínas. La superabundancia proteica en la alimentación causa problemas (en los riñones especialmente).

También hace un repaso por una serie de mitos, que son muchos. Por ejemplo, el ejercicio: señala que el metabolismo depende alrededor de un 80% de la alimentación y sólo un 20% del ejercicio y que éste no contrarresta la mala alimentación. Por otra parte, según él, el ejercicio en ayunas no sólo no es dañino sino beneficioso y señala que el desayuno, contra la creencia popular, no es la comida más importante del día. Además, sería un error extendido el comer varias veces por día: propone, en cambio, 3 comidas diarias en un margen de 12 horas, con 12 horas de ayuno.

Los mitos también alcanzan a que los flacos pueden comer lo que quieran, pues las apariencias engañan y la delgadez no supone salud, existiendo flacos “metabólicamente obesos”, que son los que padecen diabetes o de repente mueren de un ataque al corazón.

En cuanto a los alimentos recomendados, insiste en que la base ha de estar en los vegetales. Indica que él mismo es vegetariano, pero por gusto, no por miedo a la carne (y sostiene que se puede ser vegetariano sin tener problemas de ningún tipo). Afirma, por otra parte, que de adultos todos deberíamos ser intolerantes a la lactosa, pues no la requerimos y, por tanto, no habría problema en no consumir nunca leche de vaca. Valora el huevo como proteína, el que también tuvo algún momento de mala prensa y algo contra la corriente, muestra reparos ante los pescados (por la contaminación de los mares), aconsejando los peces pequeños, como las anchoas. Según él, la sal no es tan dañina como dicen. En cuanto al gluten también señala que requeriría otro libro.

Por supuesto, refiere los peligros de los alimentos transgénicos y las limitaciones o derechamente inconvenientes del azúcar refinado, pero también de la miel y de los endulzantes artificiales. Para él, muchas cosas simplemente no debieran endulzarse, como un buen café. Ahora, hay que recordar que el libro está planteado o parte de la base de la existencia de un problema metabólico, por lo que las indicaciones responden a una forma de tratamiento en esa coyuntura y de consejos para la alimentación cotidiana, los que de vez en cuando, superada la crisis metabólica, admiten algunas excepciones eventuales, de manera que se puede comer sin culpa alguna vez un pastel de chocolate

Para el autor, comer mejor no es tan caro, pero cuando se llega a lo que aconseja no comer (no pan, no pastas, no azúcares), las posibilidades parecieran reducirse bastante y los productos que propone no siempre son baratos, aunque cada vez más accesibles (como el aceite o la leche de coco). En el mismo sentido, acompaña un “recetario”, con ensaladas, platos de fondo e incluso postres, el cual podría perfectamente seguirse en Chile, aunque algunos productos se conozcan con otros nombres, como el marañón (castaña de cajú) o el ajonjolí (sésamo), por ejemplo.

Carlos Jaramillo no es exorcista, mago o chamán, sino un médico, quien, sin embargo, se permite frases aventuradas: en algún momento afirma que el ser humano es el único mamífero que come por gula y la única especie que es obesa: hay mascotas que podrían desmentirlo, aunque tal vez podría deberse al efecto imitativo o de asimilación. Pero también llega a aconsejar, con ciertos requisitos, los ayunos intermitentes, pues el cuerpo humano estaría adaptado biológicamente a ellos; y señala que él mismo ha estado 4 días sin comer. ¿Qué pensarán sobre eso otros médicos u otros profesionales dedicados a la nutrición?

(iM-rrc)

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